Oficio de tinieblas

Oficio de tinieblas
sclc/vlátido

jueves, diciembre 23, 2004

Cuarto 17 altos

Cuarto 17 altos




Estoy atrapado. Lo que hago es buscar otra vez en el teléfono celular un mensaje, no el que sea, el de ella; no siempre lo encuentro. Otras veces solamente encuentro invitaciones a pedas, algunas las acepto gustoso, en otras prefiero que la gastritis haga su trabajo, que me mate lentamente, que no llegue a año nuevo.

En otras sólo la hora y la fecha, inevitablemente.

Entonces pongo el minicomponente. Hay tres discos. Nata —los excuca— que me acaban de dar en un intercambio de regalos (me vi bien pinche, no voy a decir qué regalé); los Nata, como era de esperarse, tienen el mismo estilo de Cuca, banda que no sé porqué ha comenzado a envolverse en esos halos míticos.

El otro disco es de un grupo reciente, Plástiko. Tocan bien, tienen un estilo entre funk, ska y reggae. Bastón se llama la rola que promocionan, baladita que invita a ponerse meloso, enchamarrarse e iniciar una batalla de piernas, sin importar si hace calor.

El otro disco es de Armando Rosas y la camerata rupestre. Remembranzas de Rockdrigo, de esa época en que se proclamaba el manifiesto rupestre y tomaba fuerza, además, el rock bandoso y el heavy metal.

Mientras escucho los tres al mismo tiempo, me pongo a leer un rato. Terminé Vanterros, de Héctor Cortés y Viaje de Fray Alonso Ponce por tierras de Chiapas, de Antonio de Ciudad Real; leo, actualmente, El proceso, de Franz Kafka y algunos cuentos de Salvador Elizondo.

El zapping es el deporte favorito en mis ratos libres. Nada cuesta ejercitar cualquiera de los dedos, el que más se acomode, para estarle cambiando a la televisión, con la vana esperanza de encontrar, de mera casualidad, algo digno de mirar. Tal vez sí haya, pero me desespero.

Llegará infaliblemente la Navidad, mutable pero viva. Santaclós se embola, pero se multiplica.

Y ahí estaré, atrapado en el cuarto, con el celular en la mano esperando que alguien me avise que en otro lado también todo se ha acabado. Ah, que sueños esos ¿no?


mentas: vlatido@yahoo.com.mx

jueves, diciembre 16, 2004

In albis

· In albis



A Giss, por sus ricas lecturas

Amanecer un día en blanco. Empezar de cero. Caminar desnudo por las calles, sin la más puta idea del pudor; otear por las tiendas, por las mentadas plazas de Tuxtla, por ejemplo, para que las niñas bien corran a la iglesia, sudorosas, a hacer la señal de la cruz, tomen un par de velas y se las metan por el culo.

O quizá sentarse en la banqueta, en la esquina de una casa de riquillos allá por Los Laureles, con un chingo de caguamas y chupar toda la noche, sin la mierda preocupación de que llegue la tira, se bajen de la camioneta y con esposas en mano apañen al cliente, lo suban y se lo lleven a darle una madriza por el libramiento norte.

Meterse a Vips a comer lo que sea, embarrarse los dedos y llevárselos a la boca, chuparlos, eructar y decir su puta madre, pinche mesera que sabrosa está, guiñarle un ojo e invitarla a coger con un estruendoso eructo, repitiendo la comida barata, light, que se desliza a través de los aparadores de la modernidad, de lo cool.

Entrar en los cajeros automáticos y en vez de retirar paga bajarse la bragueta y orinar en una esquina para esquivar, primero, la cámara vigía y, después, masturbarse ante la mirada complaciente de no sé quién hijodeputa.

Escuchar a Luzbel a todo volumen, presumiendo ese pasaporte al infierno que las monjitas quisieran tener; restregárselo hasta que se quiten las braguitas y se pongan a coger con el sacerdote, desandando el buen camino para tomar esas veredas lúgubres de la promiscuidad.

Darle en la madre a la Navidad y a este pinche capitalismo, emborrachar a Santaclós en “Las pepitas”.

Apagar la tele, que nadie compre más.

Amanecer en blanco y reinventarse, matar a Dios, mandar a la chingada las reglas, la moral, la ética, los valores, erigirse como el súper hombre, ser libre, anarco, punketo, aunque sea un solo día.

Nietzsche, cabrón, estabas loquísimo.



mentas: vlatido@yahoo.com.mx

jueves, diciembre 09, 2004

El corazón no se equivoca

· El corazón no se equivoca



La puerta de la farmacia se abrió lentamente empujada por la escoba. Mara barrió y arrastró la basura hacia la calle. Inmediatamente, con el recogedor, la llevó hasta el bote. Después entró en el establecimiento para atender a Óscar.
—Por favor unas aspirinas.

Mara tomó un banco para alcanzar el medicamento. Al subirse dejó al descubierto sus muslos. Óscar se regodeó por un momento. Apartó la vista cuando ella volteó para bajar con las aspirinas.

—¿Cómo sigue lo de tu corazón? —preguntó.

A Óscar se le iluminaron los ojos pues los doctores le habían avisado, una semana antes, que él seguía en la lista. Estaba feliz y desesperado, todo era cuestión de un par de días más. Al mediodía y en las noches ponía la radio para escuchar la nota roja en los noticiarios.

Esperó que cayera la noche para regresar a la farmacia. Había invitado a Mara a dar un paseo a la orilla del río que atravesaba la ciudad. La noticia y las horas transcurridas lo agobiaban. Ya no aguantaba más, por eso decidió que esa noche haría el intento. A sus 50 años sabía que iba a rehacer su vida. Mara, bella, saludable, joven, con un corazón fuerte, era un buen prospecto.

Ella lo intuía, estaba dispuesta a decir que sí.

En la ribera, tomados de la mano, caminaron hacia una pequeña caída de agua. El chasquido del agua reventando en las piedras y el canto de los grillos los arrullaban. Sin decir palabra alguna, Óscar besó tiernamente los labios de Mara. Ella respondió primero de la misma manera, pero en un arranque hormonal lió su brazo por la cintura de él y lo pegó a su cuerpo intempestivamente. Rodaron en el suelo.

Óscar decidió que había llegado la hora. Su transplante de corazón no podía esperar más.

La puso de espaldas, en el piso, y recogió un leño que estrelló sin miramientos en la nuca de Mara. El golpe seco, contundente, pareció enmudecer la noche.

Al siguiente día, Óscar telefoneó al hospital. Quería saber si ya habían encontrado un corazón para él.



mentas:vlatido@yahoo.com.mx

martes, diciembre 07, 2004

Noche sin luna

Noche sin luna

La intensa lluvia y los rayos hicieron que Tito corriera a casa y mirara, de reojo, el árbol en el que había pensado suicidarse. Oscurecía. Subió fatigado la pendiente hacia su hogar y pensó si su madre tendría ya la cena lista.

Llevaba en las manos la soga con la que todos los días lazaba al Moro, su caballo. Había salido a buscarlo desde el mediodía, después de una noche en que el animal no llegó al sitio, como acostumbraba.

Al salir se despidió de su madre. Ella se sentía orgullosa porque su hijo, de 20 años de edad, rumbo a la hombría, comenzaba a hacerse cargo de la casa. Pero su amor por Ariosto podía más.

En casa, empapado, Tito se recostó. Pensó en la cena y en la voz dulce de su madre llamándolo a la mesa, con el café, las tortillas recién hechas, huevos con carne y chile.

El estruendo de un rayo cercano lo levantó y caminó nervioso hacia el cuarto de su madre. Corrió la cortina y halló la habitación vacía; en las paredes sólo un leve aroma del perfume barato que ella acostumbraba a ponerse en esas fechas importantes, significativas. La llamó quedito, primero. No escuchó ni el ladrido de los perros. Levantó la voz, el olor del perfume se acentuó. Se sentó en la cama y vio, en el piso, debajo de una mesa, el sombrero de Ariosto.

Comprendió la ausencia del Moro.

Cogió la soga y se echó a correr al campo. Miraba, desorbitado, en cualquier dirección, con la esperanza de ver al Moro llevando a cuestas a su madre y a Ariosto. Aguzaba el oído pues siempre creyó reconocer el ruido de las herraduras del caballo al chocar con las piedras.

Sujetaba la soga con fuerza, listo para echarla al cuello del caballo. Todo fue inútil. Después de varios minutos, con paso cansino, agarró el camino rumbo a su árbol, el que había sembrado su padre exactamente el día en que se casó con su madre, el que había elegido para sellar su destino.

—Te dije, madre, que si un día te hacías mujer de ese pendejo, me iba a matar.

Dejó caer una punta de la soga y no cesó de caminar, escuchando los lamentos de la noche; la lluvia se volvió tediosa, el espectáculo de los rayos tampoco lo amedrentaban. Mientras, la soga serpenteaba detrás de él, siguiendo su ineludible camino.