Oficio de tinieblas

Oficio de tinieblas
sclc/vlátido

jueves, enero 19, 2006

Cuarentena

Cuarentena


Me encerré en mi cuarto, apagué la luz y dejé que el mundo rodara. Creo que no puedo comprenderlo; es mejor dejar que siga su curso, que se descomponga solito. Yo no quiero tener nada que ver con lo que pase. Prefiero encerrarme en mi búnker (López Arévalo dixit). Puse llave a mi cuarto. Llegaron a tocarme, a tamborear la puerta. No abrí. Después decidí que los únicos que podían entrar eran mis perros. Toto ya no está. Tita y Jimmy apestan, están mugrosos. No importa. Los metí debajo de la cama. Tita estaba asustada porque alguien, en la calle, quemaba unos triques. A la pobrecita le da miedo. Supuso —hasta le creí— que el mundo se estaba acabando. Lo sabía: esto se va a la mierda. Lo bueno es que me di cuenta a tiempo.
Mi cuarto es un búnker VIP, eso creo. Tengo televisión, modular, computadora con internet, libros y una vieja video VHS. Mantengo agua cerca de mí. Nada necesito. Los enfermos, o los que nos creemos tal, no necesitamos comida. Ese día no comí. Ni siquiera quise enterarme de lo que abajo, en el comedor, se saboreaba. ¿Puedo ser sincero? Se me antojaba un ceviche de camarón con unas cervezas.
Apagué el teléfono celular.
Al siguiente día nadie había muerto.
Cuando me siento enfermo compro discos o libros. Fui a la librería y vi dos novelas en oferta. Sólo 25 pesos. Son El señor de las moscas, de William Golding y Los tipos duros no bailan, de Norman Mailer. No sé por qué lo hago. Todavía tengo un par de novelas que no he terminado de leer; tampoco le he dado mate a los cuentos de Juan García Ponce que me regaló Talita. Me hace bien tenerlos. Voy por partes.
No compré discos. Quemé. Hice la recopilación de algunas rolas que me gustan. Incluí un par de Ely Guerra, para no olvidarme de Talita.
Quiero escribir. Tengo muchas tentaciones. Me siento frente a la computadora. Joder. Entré a internet. No tardé mucho, unos cuarenta y cinco minutos. Después intenté escribir. Solamente un par de cuartillas. Escuché música, vi Los Simpsons.
Estoy preparado para el aislamiento. Cuarenta días es el plazo. He comenzado con la lectura de Mailer. ¡Coño, otro lunático! Leeré plácidamente, mientras esto concluye. Tromba en Tuxtla. Los vientos tiraron anuncios espectaculares; espectacular viento. Tembló. 4.9 grados Richter, dicen los diarios. Quizá no necesite tantos días. De todos modos sigo aislado. No quiero contagiar, no vaya a ser que alguien sobreviva. Doy vuelta a las hojas de la novela.
Amanece. Todo sigue igual. Estoy encerrado, sigo encerrado, y el mundo gira, no termina. Estoy mareado. No sé cuánto tiempo tardará en explotar. Leeré. Prometo no vomitar.


mentas: vlatido@yahoo.com.mx

martes, enero 10, 2006

Toto

· Toto



Con mi pierna intentó varias veces saciar su instinto. Le daba una patada y lo mandaba hasta abajo del sillón. Pinche Toto, deja de estar chingando la madre, le decía. Pobrecito, qué sabía él. Se salía a la calle a jocear el culo de cualquier perra, pero regresaba con la cola entre las patas. No sé qué le veía a mi pierna, se la quería coger en cualquier descuido. Alguna vez dejé que se hiciera ilusiones: se encimaba y se movía. Con sus manos se ataba como chamaquito a la pierna y zúmbale, dale y duro. Pervertido. Lo apartaba y aún en el piso, ya lejos, seguía moviéndose. Lo mismo hacía con mis amigos. Llegaba con discreción y se paraba a un ladito. Trataba de montarse. Mis amigos, también discretos, lo espantaban.
La estrategia de la pierna nunca le dio el resultado que esperaba. Después, al poco de tiempo de haberse convencido de que no iba a poder, encontró una perra. Tuvo hijos. Desde entonces se apresuraba más que nunca a orinar las plantas del jardín.
Toto creció con nosotros. Llegó a la casa cuando tenía un par de meses de nacido. Te vas a llamar Ariosto, para que no te confundan con el chucho de El mago de Oz. Estaba bien feo. Los pelos no terminaban de crecerle. Pero con el tiempo llegó a tener una greña envidiable. Todo mundo se la chuleaba. Él no se daba cuenta. Su vida era echarse frente a la puerta; obstruía el paso, ladraba a todo el que le daba desconfianza. Pinche Toto, le decíamos, si no estás en ningún rancho, ¡salte! Sus ladridos eran pura faramalla. No mordió a nadie A los perros nomás les hacía el cuento. Ladraba y se echaba a correr a la puerta de la casa, sin dejar de hacer bulla.
La nieta de una vecina llegó un día con palos para surtírselo. Alegaba que un perro amarillo, peludo, había correteado a su abuelita. Toto escuchó los reclamos y se fue a meter debajo de la escalera. Ahí pasó el vendaval. Después salió y se echó junto a mí.
—Cómo ves, Toto, ¡un perro amarillo! Los perros amarillos no existen, no fuiste tú —le dije. Me creyó, le creí. Toto no había sido. Y tan feliz su vida, espantando a las viejitas.
Ustedes se preguntarán por qué escribo nimiedades. (Ahorita Marcos anda en la Sexta, la izquierda sube en América Latina, hay crisis en el capitalismo, La Volpe no quiere llamar a Cuauhtémoc): Toto está muerto. Mi papá y mi hermana lo encontraron tirado junto a una caseta telefónica, a la vuelta de mi casa. Estaba lleno de hormigas, completamente tieso. El viento frío jugaba con su pelo, con sus ocho años. Si lo atropellaron o envenenaron no importa. Está muerto. No sé cuántas horas llevaba ahí. Estaba como dormido, como cuando se echaba a descansar. Pero estaba muerto.
¿Cómo olvidar tus travesuras, Toto? Dejabas el sillón y las camas llenas de pelo y baba; vomitabas la sala, orinabas mi cuarto, cagabas en la casa. Y las veces que quisiste cogerte a mi pierna. Pinche Toto. Mi pierna sigue virgen.
Lo metimos en un saco. ¿Qué hacer contigo, Toto? Llegó una camioneta del ayuntamiento. Qué saben ellos. Lo subieron como un costal cualquiera, lo aventaron. Los señores del servicio dijeron que lo enterrarían.
Esa noche me quedé sentado fuera de la casa, con un par de zapatos amarillos que acababa de comprar; también un disco. No quise estrenar, ni escuchar el dark guapachoso de San Pascualito Rey. Sólo escribir nimiedades.


mentas:vlatido@yahoo.com.mx