Oficio de tinieblas

Oficio de tinieblas
sclc/vlátido

martes, febrero 28, 2006

Vacas

· Vacas

El airecito frío de la mañana que se colaba al cuarto aclaró un poco más sus pensamientos:
—Limpiaré mi machete, lo meteré en el morral, y me iré a la ciudad.
Su decisión no le impedía hacer lo de siempre. Se levantó, caminó hacia el tanque y llenó de agua un par de cubetas. Las metió al baño. El primer jicarazo frío le enchinó la piel. Después, a sus anchas, tarareaba canciones rancheras. Terminó de bañarse, se vistió y tomó su sombrero.
El sol apenas calentaba. Quería cerciorarse, hacer bien sus cuentas. Con el dedo índice numeraba a sus vacas, en el corral. Le faltaba otra. Chasqueaba los dientes, como recriminándose por no haber contado correctamente. Volvía a empezar, el número era el mismo.
—¡Joder!, otra vaca que se me pierde —dijo a sí mismo mientras se quitaba el sombrero y lo jugaba entre sus manos. Eructó encabronado. Regresó a su casa con paso firme, decidido. Abrió el refrigerador y sacó un bote de cerveza. Bebió.
Al mediodía abordó el colectivo. Se sentó hasta adelante; puso el morral entre sus piernas. Los pasajeros ocuparon los asientos. El vehículo se puso en marcha. 20 minutos a la ciudad. Rápido.
Bajó en el centro de la ciudad. Se acomodó el sombrero hacia abajo, tapando sus ojos, para cubrirse del sol. Tomó el morral y se lo echó al hombro. Lo sujetaba con la mano, pegándolo a su pierna, mientras caminaba por las calles. Sus huaraches rechinaban. El ruido de los cláxones, el de los motores, los silbatos de los agentes de tránsito, nada lo distraía. Solamente escuchaba sus huaraches. Se concentraba en ellos. Cada paso le daba confianza.
Entró en la cantina. Caminó hacia una mesa, concentrado en el rechinido. Se sentó. Sin pedirla, la mesera le arrimó una caguama, sal y limón. Bebió. Eructó de manera discreta. Llamó a la mesera y pidió otra.
La cantina, al mediodía, no estaba llena. Un par de mesas ocupadas por comensales escandalosos. Risotadas. Frente a él dos hombres maduros reían a gusto. En la mesa de atrás había otros dos hombres, jóvenes, con aspecto campesino. También se divertían. Ninguno de ellos se había percatado de su presencia. La mesera, solo ella, lo vio entrar. Ese es su trabajo. Se acercó con la caguama que le había pedido. Él ni siquiera dijo gracias.
Con seriedad, como una ceremonia, llenaba el vaso de cerveza. De la misma manera lo tomaba. Con esa actitud, después de terminar de beber, se levantó y caminó hacia la mesa de atrás. Rechinidos. Se detuvo frente a los hombres. Se sobresaltaron. Ojos vidriosos. Sacó el machete y lo blandió con decisión. La hoja del machete cayó sobre la cabeza de uno de ellos. Golpe seco. Al incrustarse en el cráneo la sangre salpicó su camisa, el piso, la mesa. Solamente se escuchó un gemido. Con la misma decisión sacó el machete. El cuerpo sin vida se dobló. La cabeza, con pedazos de cerebro por fuera, arrastró los envases de cerveza. La sangre escurrió.
—Pendejo, te estabas robando mis vacas —dijo, con frialdad, mientras guardaba el machete ensangrentado en el morral—. ¿Creíste que no me había dado cuenta? Hasta me invitaste a echar trago, en esta cantina, sólo para preguntarme cuántas vacas tenía.
Dio la espalda. Se dispuso a escuchar otra vez el rechinido de sus huaraches. Caminó hacia el colectivo. Pensaba en lo que haría al otro día. Lo de siempre. Limpiaría su machete, lo echaría en su morral y, después de un baño, iría al corral a contar sus vacas.

mentas: vlatido@yahoo.com.mx

viernes, febrero 10, 2006

María

María



El colectivo aceleraba. Los peatones se apartaban, cuidaban su vida. Los frenones del automóvil hacían que el conductor apretara los dientes, y yo, como su único pasajero me sostenía fuerte de las agarraderas y sentía cómo se me revolvía el estómago, pero no decía nada. Me gustaba.
Se hacía tarde. Había quedado de ver a Ortega a las 4. Eran la 4:15. De seguro Ortega ya estaba ahí. Íbamos a tomar unas cervezas a una cantina en la orillada de la ciudad.
Una chica subió al colectivo. Atisbé por el retrovisor: bella, buenas piernas, nariz respingada, senos bondadosos y su cara mostraba picardía. Lamenté ir sentado en el sillón de la cabina, al lado del chofer. Imaginé su nombre. ¿Será María? Tal vez, quién no se llama así en este país.
Mientras la miraba por el espejo, ella sonreía pero no conmigo. Cruzaba las piernas y me excitaba. Se mojaba los labios y pensaba en sus otros labios, esos que también se mojan, humedecen.
Faltaban algo así como diez minutos para llegar al lugar de la cita. Pero ese espectáculo en el espejo me hacía olvidar que tenía que llegar. Pensaba en ¿María?, la chica del retrovisor.
Entraba en su cuarto. Ella me invitaba. Se volvía a mojar los labios, los mordía. Se quitaba la blusa. No permitía tocar. Sólo era un espectador. Bajaba el cierre de su falda, caía lentamente. Desabrochaba mi camisa. Zafaba su sostén. No decía nada y tampoco permitía que yo lo hiciera. Sellaba mi boca con su lengua; ardía. Sus pies se cubrieron con su pantaleta y de pronto también me vi desnudo. Quise preguntar su nombre. Respondió con su muslo rodeando mis caderas. Sentí su humedad. Mi miembro se resbaló dentro de ella.
Escuché monosílabos.
El colectivo se detuvo, el chofer me pedía que bajara. Vi sorpresa en su cara. El automóvil estaba estacionado y el motor ya no se escuchaba. Tardé unos segundos en reaccionar. Vi por el retrovisor. Yo era el único pasajero. Bajé del colectivo y caminé. Mis pasos eran lentos. Mis ideas turbias. Eran la 4:30. Entré en la cantina y al fondo vi a Ortega bebiendo una cerveza. Lo saludé. Al sentarme pedí una cerveza y saqué de mi bolsillo una cajetilla de cigarros. Encendí el primero. Mi mente buscaba con insistencia un nombre.

mentas: vlatido@yahoo.com.mx