Oficio de tinieblas

Oficio de tinieblas
sclc/vlátido

miércoles, noviembre 29, 2006

Sinfonola

(67)

Sinfonola


Uno. En el Poliforum. Joaquín Sabina convoca al apellido de otro poeta, casi homófono, Sabines. Quiere regresar a Chiapas. Jet set: gobernador, dueño de equipo de futbol y presentadora de noticias. Hermanados. ¿Coreaban sus canciones? Rechifla para los políticos, autógrafos piden a las divas. Divos: espectáculo. El español cantó lo mejor de su repertorio. El continuismo promete a los consentidos. ¿Alguien de los pagudos conoce a Jaime López?

Dos. En la feria. El Tri no es tonto. Rescató lo más prendido de su producción. Rolitas viejas. Me late Vicioso: No puedo dejar el vicio, soy adicto al rock and roll, y El rock nunca muere: está escrito en el cielo y en el fondo del mar. Perras. Lluvia de tierra y orines. Vasos de cerveza surcaron el espacio. También notas sonoras. Frío de la chingada.

Tres. En la oficina. No hay bocinas, conecto los audífonos a la computadora. El Mastuerzo. Rolero. ¡Te sientes la mamá de tarzán!: te das tu taco muy orondo como nalga de princesa. Lástima que solamente yo la escuche. Anduvo en Chiapas, lo trajeron los nopagudos. Gruexxos. En cascada: Los Tres y Rafael Catana. Unos chilenos, chidos; el otro mexicano. ¿Y el manifiesto rupestre? El Navo quema discos. ¡Apúrenle!

Cuatro. En mi cuarto. Paseo por las nubes mediáticas. Detengo el tiempo, las noticias: asesinaron a Valentín Elizalde. ¡Vete ya… tu ru ru ru tu ru ru ru! Señales de los narcos. Terror. Ajuste de cuentas. El motivo, una canción. Por ahí tengo unas rolas en MP3. Para las borracheras: chicharrón, salsa roja y tabaco.

Cinco. En la calle. Tacos de tripa y al pastor. Una sangría. La grabadora. Kumbia Kings, mi dulce niña (na na na na na na). Moscas alrededor. El Sabinal. De boleto, dos y dos. Atragantado termino en lo que dura la canción. Eructo.

mentas:vlatido@gmail.com

miércoles, noviembre 15, 2006

Punk rocker

Punk rocker


Los atardeceres, en mi cuarto, son monótonos. El chillido del ventilador, duro y dale, tac, tac, tac, adormece; caigo desesperado en la cama. Sudo. La pinche cruda, resaca del día anterior, me pone irascible. Desesperado.
Me aflige la edad de mi computadora. Está viejísima. No lee, con eso lo digo todo, las memorias USB. Necesito otra. De reojo, tirado en la cama, con la televisión prendida, zapping, volteo a verla. Su aspecto ni siquiera me invita a escribir, a prenderla, enamorarla. No me excita. Hace días que busco una laptop. Caras las hijas de la chingada. Pregunto por ellas, las veo, acaricio, tiemblo. El precio me baja la erección. La calentura. La solución, en tiempos del capital financiero, es una tarjeta de crédito.
En huaraches, pantalón raído, playera del Che, despeinado, me lanzo a la plaza. Busco a los tipos que ofrecen tarjetas. Se ponen, como putas, en cada esquina, rincón de las tiendas en el centro comercial. Detienen a todos, venden dinero plástico. Antes me encabronaban, ahora quiero escucharlos: tasa cero, el plástico no le cuesta, sin anualidades, tarjeta light, talón de pago, credencial de elector, comprobante de domicilio… ¿ya cuenta con una?
Me miran de pies a cabeza, incrédulos. Mi playera —el revolucionario es el eslabón más alto de la humanidad— tiene un par de hoyos. ¿Cuánto gana usted? Ni trabajo. Quiero una computadora, una tarjeta. Quiero escribir, y gastar.
Las niñas bien —pantalones a la cadera, piercing, tatuajes en la naciente nalga— me ven como esnobista. Una de tantas se mantiene atenta a la conversación con el vendedor; parece observar mi rostro, mis reacciones. Cara compungida ¿cuánto gana?; mano en la cabeza, deslizándose por el pelo ¿cuenta con una?; eructo de gastritis, ¿tiene credencial de elector? Me alejo unos cuantos pasos, por curiosidad volteo. La chica aich también inquiere, pegunta, sonríe, todo es amable.
Ando por los pasillos de la plaza, deslumbrado por los aparadores. Llego, casi por inercia, a la tienda de discos. Veo de todo. Encuentro uno de The Ramones. It’s alive. No traigo efectivo, cash (Zedillo dixit). Tomo el disco y me encamino, sin ver más para no caer en tentaciones, a la caja. Mucha gente, mucha cola. 99 pesos, barato. Busco en mi cartera la tarjeta de débito. Tarjetazo.
Ventilador latoso, cama mojada, mi cuarto, enciendo la computadora. Esto sí me motiva: desempaco el disco y selecciono la canción preferida: Sheena is a punk rocker.


mentas: vlatido@gmail.com

miércoles, noviembre 01, 2006

Tuxtla makes me happy

(65)

Tuxtla makes me happy



Acá, en Tuxtla, la noche, dicen, puede ser espectacular. A mí ni me digan, aborrezco las cadenas de los antros y la gente nice, bien vestida, con camisas y pantalones a la moda y el pelo engomado. El día me parece más interesante. Me gusta, por ejemplo, lanzarme al futbol. La cantina “Víctor Manuel Reyna”, ¿la conocen?, tiene una pantalla gigante a la que llaman estadio. Nadie escucha a los comentaristas acartonados, y no pasan ni repeticiones ni comerciales. Chido. Narramos el partido entre todos. Eso se llama democracia: las mentadas de madre valen lo mismo que el análisis filosófico, pedante, del juego. La diferencia es que las primeras me divierten, ¡y un chorro!
Afuera, al final, los taquitos sirven para que la cerveza amarre. Comemos en medio de perros hambrientos, huesudos, que husmean debajo de las mesas. Basta una patadita para establecer un diálogo amistoso, casi fraternal, con ellos. No falta quien hace el esfuerzo por aprender a ladrar, y como recompensa recibe un taco con salsa, cebolla y cilantro.
El efecto postestadium significa una ruta sobre la Calzada a la Ciudad Deportiva hacia el Artículo 115; enfrente hay una tienda Oxxo y el bar Boca Denosequé, contra esquina un depósito. Es el crucero de la chelicidad. La parada es obligatoria: al menos se tiene que beber un sixto de Modelo por persona, departir y compartir churros, meadas y guácaras. La fiesta se arma con tambor y pito, en círculo, y bailado parachiesco.
Ahí también es el punto de partida, hacia cualquier lado, en busca de cantina. Yo camino hacia la gasolinera “El Vergel”, con sus obligatorias paradas a la vera del Sabinal para tirar el miedo amarillo. En el trayecto compro más cerveza y chuleo a las jaguarcitas que abandonan el estadio, y también a las chicas Sol y Superior. Una de ellas, sola en una esquina, se siente observada, se hace pijiji con el celular. “Amorcito, plis, apúrate que hay un pinche borracho molestándome, ¡aich!” Maquino malvadezas: me bajo la bragueta, la invito a una ducha dorada.
Poco a poco el hormiguero amarillo, esos aficionados de cepa de los Jaguares, parece disolverse. Avanzo hacia la Segunda Norte, a la altura de la 16 Oriente. Bar May. Un par de años antes se entraba por la tienda de abarrotes de al lado. Por eso le llamaba La Tiendita. Espacio cerrado, huele a orines. Calor. La caguama es bien fría. Ahí nadie dice “hello, ¿me entiendes?” El camarón con bigotes, salado; chile y cebolla viejos. ¿Importa a estas alturas? Solamente para picar. Quesillo y carne molida. Más caguamas.
Más tarde, ya noche, a la vuelta, sentado en la banqueta bajan las últimas caguamas. El árbol de la esquina es mi toilet, servicio exprés; diseño ergonómico. En la banqueta las ideas son plurales, y peregrinas. Abordo un taxi, a Estrés, por favor. En la entrada dos tipos la hacen de tos. No me quieren dejar pasar con huaraches, mucho menos bermuda. Argumento más pendejo no había escuchado. Bolo impertinente les miento la madre. Y qué, si Tuxtla, de día, me hace feliz.

mentas: vlatido@gmail.com