Para Talita
Quería sentirme muy chingón, decirle a la bola de haraganes de mis compañeros de prepa que la filosofía era la neta, no pendejadas como esas de estudiar Ciencias de la Comunicación, Ingeniería o Turismo. Que no chinguen: filosofíaeslaneta repetía cada vez que nos sentábamos a platicar qué pedos íbamos a hacer. En fin, me lancé a la universidad a sacar mi ficha. Todos mis cuachis siguieron los caminos de sus papás o los que sustíasnice les decían, hubo una que hasta se metió a estudiar diseño gráfico o una de esas mamadas. Yo junté mi paguita y presenté el examen. Al saber cómo le hice, pero me las sabía todas: que el Anaximandro, que el Artistóteles, hasta del Marx sabía algo.
Pero, neta, uno no sabe si hace bien cuando se mete a estudiar dizque por convicción. ¿Para qué jodido culo me sirve repetir a Heidegger cuando busco las notas de la sección de espectáculos del periódico en el que ahora laburo? Terminé la universidad y pos, como nada había de trabajo, y necesitaba mi dinerito, tuve que hacerla de editor en un periódico de esos que anuncian un chorro de casas de citas y llenan las portadas de sangre y semen. Uno de mis compañeros de la prepa se burló de mí cuando le dije que me echara la mano para entrar en el periódico. Tenía rato que estaba buscando una chamba, mas nadie quería darle a un tunante como yo: barba, ropa raída, un pinche tufo a café y tabaco y siempre hablando dizque filosofadas. Así que aquel barbaján de la prepa me dijo: nomamesgüey, sólo la de Espectáculos, esa puta sección nadie la quiere, y está de la güeva, pero hay paga. Ni pedo dijo Alfredo, según yo le iba a dar un toque intelectual, una sección de Espectáculos inteligente, no como las chingaderas esas de la Chapoy y del Duque de Santo Ton. Ni madres, cuando me di cuenta que esas mariguanadas no se pueden hacer en una sección como la que me estaban dando, doblé las manos y dejé de darme mis baños de intelectualidad. Eso lo hacía sólo con los cuates de la facu, con quienes valía la pena. A los demás, pinches yuppies, les valía. La paga me alivianaba un chorro, así que me puse a bajar de Internet las pinches notas de la Shakira y Paulina Rubio.
Con la lanita al menos tengo para pagarme uno de mis vicios: fumar Lucky Strike. Me encanta fumar Luckies y también escuchar al Real de Catorce. Neta. Antes qué iba yo a saber de los luckies a no ser por los reales. Para mí bastaban mis Alitas o ya de perdis los camellos. Pero no estaba satisfecho, algo me decía que tenía que cambiar. No era algo, era alguien, o mejor dicho eran varios. Eran los carnales de Real de Catorce. En cuanto escuché sus rolas me enamoré de ellos, aunque suene cursi. La primera que oí es aquella de Mujer sucia… ¡de cabaret! Desde entonces me clavé en la onda de los Reales. La realeza. Con ellos llegó a mí la idea de que debía comprar y fumar luckies. Llegó con su rola “Devoto amor” Chingona, perra, extática: mira este devoto amor fumando Lucky Strike… tun, tun, tun, tun. Ese tun, tun, tun me retumbaba todo el día junto con la frase miraestedevotoamorfumando Lucky Strike. ¿Cómo carajo un filósofo cómo yo no debía probar esos pinches cigarros? En fin, que me lanzo al centro comercial, a esas tiendas nice, a buscarlos. Y que nadie los conocía. Vilas Vargas valeverga. Para eso está pues, papitolindo, la red. Total que le puse ahí en el google Lucky Strike (ahora mis luckies) y sopas, un chingo de información. Picando aquí y allá encontré una tienda que los mandaba por una ganga, según yo. No quise seguir buscando, ni volver a lanzarme a las pinches plazas comerciales a ver si los encontraba porque mecagan las plazas. Así que desde mi búnker los compro.
Esa ganga que, repito, según yomero me cobraban, comenzó a pesarme como al pípila. Filósofo y sin paga, que mala combinación, me decía, y a veces pensaba que me estaba aburguesando. En fin que por eso acepté la chamba del periódico. No es tan pesada, para qué me quejo. Entro a las dos de la tarde y salgo a las ocho o a veces más tarde. Al salir tomo un ejemplar del día, o mi laptop, y me lanzo al café Colonial, ahí a unas dos cuadras de las oficinas. En el Colonial me echo mis sagradas tazas de café, cuatro, como todo buen filósofo. Leo el periódico: he descubierto que las otras secciones, las políticas, no son tan malas, aunque no deja de haber uno que otro pinche columnista venal. Ya tengo casi dos meses haciendo lo mismo. Puta, me digo, esto se vuelve rutinario, casi como la misma vieja canción dirá Jaime López. Ya hasta me hice amigo del mesero, un güey medio metiche: ¿Qué lee patrón? ¿Ya supo: que dizque el góber va a meter a la cárcel a todos sus funcionarios corruptos? ¿Vio la foto de hoy en los Espectáculos, está bien buena esa pinche vieja, no? Mientras leo o entro al Internet, bebo mis tazas de café y fumo con cada una de ellas un lucky. Me gusta el café, además, porque es el lugar de reunión de empleados de otras oficinas que quedan por ahí cerca. Llegan unos bien cambiaditos, con corbata y toda la cosa; otros más bien casuales. Llegan también lindas nenas y señoras encopetadas. Son burócratas o amantes furtivos, quien sabe. Bueno, sabe sólo el mesero, es chismoso el cabrón. A veces llega con el cuento de que esa vieja, sí, vieja por la edad, se está tirando a aquel otro ruco, incluso a su acompañante, o sea a los dos. Canija. En fin…
En el café Colonial conocí a Talita. No creo que decir “la conocí” sea lo correcto, mejor la vi. Y hasta me enamoré de ella. Puta, me decía, qué pendejo soy. Me enamoré de Talita sin siquiera haber cruzado una palabra, pero sí miradas, muchas miradas, de esas que se lanzan a hurtadillas. A escondidas. Nos mirábamos toda la tarde-noche, aun cuando ella platicaba con su acompañante, con quien se encontraba a diario. La primera vez que la vi entrar yo fumaba como loquito un Lucky. Acaba de tomar el café y me había aburrido ya el periódico y la computadora. Vestía una falda corta, de mezclilla, y llevaba el pelo recogido. Llamó al mesero y pidió un café, sonriendo. ¡Ah: sus hoyuelos! Ni que sus piernas ni nada, ¡sus hoyuelos!
Total que me puse a filosofar pendejadas del amor y otras chingaderas. Lo primero que filosofé fue su nombre: hasta hoy no sé cómo se llama, aunque el mesero me dijo que lo sabía, que se lo había preguntado para decírmelo a mí, Para entonces yo la llamaba Talita, y no quise dejar de nombrarle así. Le dije al mesero metiche que se quedara con el nombre. Para mí era Talita. Me acordaba del Cortázar y su Rayuela. De paso, me decía, no era ideal como la Maga, sino distinta a ella. Eso quería, que este amor fuera distinto. Talita y yo éramos novios, en mis sueños filosofocados. Nos citábamos en un café, no éste, el Colonial, sino otro que está allá en el mero centro de la ciudad, frente a la parada de los colectivos, casi al lado de una de esas pinches trasnacionales de las hamburguesas. La cita común era a las 6 de la tarde. Neta que lo primero que pedíamos era agua: ella de melón y yo mi tascalate. Después, cuando comenzaba a oscurecer, cada uno tomaba su cafecito. El lugar es bastante pequeño, solo tres mesas de un lado y tres del otro. En la mesa de enfrente llegaba un viejecito, todas las tardes, o al menos las tardes que nosotros llegábamos, o sea tres veces a la semana. Ahí nos enamoramos Talita y yo, el viejecito es testigo. Teníamos nuestra ruta bien establecida: del cafecito ese nos íbamos caminando hacia el lado norte de la ciudad, por donde pasa el río. Nos sentábamos en una de las bancas, a la orilla del río, bajo una lámpara. Y chale, qué rico, nos besábamos. Eso era amor y eso era cada tarde que nos veíamos.
Pensaba en esas historias, las componía en el aire, como dicen, mientras bebía a sorbitos mi café en el Colonial, mientras fumaba a bocanadas mis luckies y mientras la veía esperar a su acompañante. Llegaba el susodicho y me reía socarronamente pues no sabía que sostenía un amor furtivo con ella. Me imaginaba que este amor sólo lo sabían sus amigas de la escuela. Era cierto. Talita y yo íbamos en la misma escuela. Le encantaban esas jaladas del ser y la nada y la náusea y las arañas. También por eso me enamoré. Todo era tan real en mi mente filosofocada. Hasta le escribía cartas: Sé que soy el hombre más antirromántico que hayas conocido; que, como tú dices, siempre le quito el encanto a las cosas, a las circunstancias (podría ser más lindo). Pero a lo único que no le quiero quitar el encanto es a ti, a las ganas de estar contigo, de verte, de saber que estás de ahí, de besarte, de acariciarte, de soñarte. Pienso en tus propuestas indecorosas (me excita pensarlo), en esas tardes que platicamos, hasta que la noche nos sorprende sentados a la vera del río, a la espera de que alguien nos asalte, o que nos asalten las ganas de irnos a un motel, lo que suceda primero. No dejo de pensar en mi antirromanticismo, pero otras me sorprendo cursi, y mira que para que ande mandando besitos y llenar los mensajes del celular con te quieros tendrían que pasar muchas cosas, como han pasado.
Sentado en el café Colonial sabía que tenía que acercarme a ella. A pesar de que siempre se quedaba de ver con el tipejo ese, tenía que hacerle ver que ahí estaba yo no sólo para contemplarla ni para lanzarnos miraditas. Neta, no se me ocurrió otra cosa que complacerle uno de sus vicios: fumar. Un buen día encargué una caja más de Lucky Strike. Preparé todo un speech para entregársela. Chingar, hasta las manos me sudaban. Clásico. Llegué más temprano que de costumbre al café; aceleré mi trabajo, apenas y pude leer las notas que debían publicarse al siguiente día en el periódico. No quise hacerlo, además. El primer intento fue fallido: ella llegó acompañada del tipejo ese que cada vez me caía peor. El segundo intento tampoco tuvo éxito: Talita ni siquiera se apareció. El tercer intento fue un arrepentimiento. En otra oportunidad se los di al mesero para que me hiciera el favor, pero el hijo de la chingada no lo hizo, dizque lo habían mandado fuera y cuando regresó, la susodicha ya no estaba. En fin, los guardé para mejor ocasión.
No hubo tal. Talita dejó de llegar al café Colonial. No quise filosofar por qué. Debí haberlo hecho, preguntar el origen de las cosas, explicarlas. Ni madres. Esas son patrañas en estos casos. Filosomierda. Chale. El mesero tampoco supo qué le había pasado. Quizá el tipejo se la llevó a otro lado, quizá terminaron de verse y nunca llegaron a nada. Ella ni siquiera supo mis pretensiones, mis filosofadas, como para que encantada regresara al café. Las miraditas, las mías, no la enamoraron.
Tomé la cajetilla de Lucky Strike que me sobraba y escribí sobre ella: Mira este devoto amor.
Tun, tun, tun, tun, tun…