Oficio de tinieblas

Oficio de tinieblas
sclc/vlátido

miércoles, julio 27, 2005

Terrenal

Terrenal


Un señor de barba, güero, entró un día con el Pituka a una cantina. El Pituka llevaba, como ustedes ya saben, su caguama en la mano, su morral y vestía su maculada túnica blanca. Pidieron una jarra de michelada y sacaron unos cigarros extraños cuyo tufo era también extraño. Fumaron y bebieron; comieron camarón con chile blanco.
Esto me lo contó un amigo.
Ese señor de barba, güero, —dijo mi amigo— se levantó y puso en la rocola una canción de Intocable.
Se sentó a mirar, absorto, las tetas de Roxana, amor de mis amores que a veces me manda besitos desde su pared. No sé si a él le dieron ganas de chuparle las chichis, o nomás de guiñarle un ojo desde su silla, discreto, porque ella no deja que alguien se acerque.
El Pituka y ese señor de barba, güero, —dijo mi amigo— comían y bebían; reían sin parar y se volvían a servir su michelada.
El Pituka también se levantó y puso una canción de Los Bukis. El señor de barba, güero, hizo un gesto de desagrado. Al Pituka le valió madre porque, dice mi amigo, se puso a cantar esa de si no te hubieras ido, o algo así.
Nadie supo por qué comenzaron a discutir. (Dijo mi amigo que porque al señor de barba, güero, al parecer no le gustaba El Buki).
El señor de barba, güero, salió como alma que lleva el diablo de la cantina. Se alcanzaba a ver un hilillo de sangre que le escurría por el brazo. Nadie se dio cuenta qué pasó, ni mi amigo que curioso los observaba.
Después de meterse al baño, el Pituka pidió la cuenta. No era mucha paga, pero no traía nada. Entre todos juntaron una lana y se la dieron al mesero que, como es su costumbre, ya había apagado la rocola. El Pituka sacó de su morral una caguama y salió de la cantina.
Mi amigo, que había entrado al baño después del Pituka, leyó en la pared, entre otros grafitos, “Dios ha muerto”. Supuso que lo había escrito el Pituka.
—Creo que ese pinche Pituka ya se cargó a diosito —me dijo.
—Dios no existe —le dije.
Pero mi amigo, terco como mula, se puso a buscar al Pituka. Dice que lo encontró en una calle, por el mercado. Estaba tirado, sonriendo maliciosamente, con su túnica y su caguama. No me ha querido contar qué platicaron.
Todos los miércoles, por la tarde, mi amigo acompaña a su mamá a las misas. Desde entonces se volvió bien devoto y ya ni echa trago. Nos abandonó.
—Dios no está muerto, existe —me dice cuando lo veo.
—Es mentira, no existe.
Es necio, tanto que a veces me hace dudar.
¿Y si existe?
Ya sé que diosito es buena onda, fuma mota y lo han visto bien bolo en Las Pepitas. Yo no lo he visto, me han dicho. Por eso, si existe, no tendrá calidad moral para juzgarme, ni para enviarme al infierno. Además, si se pone en ese plan tendré que recordarle que es misericordioso y que está condenado a perdonarme, aunque yo niegue su existencia.

mentas: vlatido@yahoo.com.mx

viernes, julio 22, 2005

Story line

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Vladimir González R.


¿Escribiré una carta? No, es cursi, esas cosas son del siglo pasado. Lo mejor es que todo sea en vivo. La cámara me la prestó un cuate, no es mía, la voy a aprovechar. El monitor lo pondré a un costado del tripié. Mi primera pregunta es ¿tendré motivos?
Rec. La toma se abre a un medium shot. A cuadro aparece sólo Federico. Fondo blanco.
Rosi, ayer en la tarde decidí, bruscamente, ir a buscarte a la escuela. Me dieron ganas. Llegué temprano, todavía estabas en clases. Me senté a un costado de tu salón y escuché a tu profesor de poesía pedir que leyeran sus escritos. Los de tus compañeros no importaron, bla, bla, bla, bla, bla... hasta que escuché tu voz. Escribiste un poema de amor que decía: te quiero desde esta luna hasta ese sol que te amanece. El maestro supuso que se lo dedicabas a alguien que se encontraba muy lejos de ti. Asentiste. El pellejo se me puso tan blandito que un simple resoplido caló en mis huesos. Yo, tu amor, estoy aquí, tan cerca...
No, ese pretexto también es del siglo pasado.
Stop. Zoom back hasta llegar a un long shot. A cuadro aparece una cama con sábanas arrugadas. Federico está sentado en ella. Su rostro está rígido, tenso, no esboza sonrisa alguna; sus ojos no brillan, parecen tristes. Suspira mientras ve fijamente a la cámara. Rec.
Dios es una invención del hombre. Sólo existe en la mente de los demás. En la mía no hay nadie. Dios nunca ha existido para mí. Creo que jamás habrá ser semejante. ¿No basta con imaginarme a las miles de personas en las que debo confiar? Si no busco consuelo en ellas, entonces en quién. Necesito verlas, palparlas, tenerlas, palparme, tenerme, tocarme, sentirlas, ser.
Pero estoy solo, completamente. Triste, camino lento, inseguro. Sí, ese es mi motivo. La soledad. En ella convergen la ausencia de Rosi, el fraudulento dios y la gente inimaginable. ¿Por qué no creer en el súper hombre? Ja, ja, ja, ja. Ése soy yo. Pero, ¿qué?, no estoy a cuadro. Ese maldito tripié está flojo.
La cámara graba el suelo. Debajo de la cama sale la punta de una soga. Till up. La toma se abre a un long shot. Aparece Federico a medio cuadro. Las sábanas siguen arrugadas. Se alcanza a ver el ventilador apagado. El techo no es muy alto. Toma fija. Continúa rec.
¿Qué dije? ¿El súper hombre? Ajá. Estoy aquí postrado ante este ojo, queriendo tomar valor, agarrándome los tanates para de una vez fundir a negros. Soy un remedo. No esperen ver una cinta gore. Eso déjenlo para los obsesivos, enfermos patológicos. El morbo de la sangre no funciona conmigo. Tampoco busco rating, ni que recuerden mi cuerpo ensangrentado.
Federico mira a la cámara.
Tengo que justificarme. Ya dije que estoy decepcionado del amor, de dios y de la gente. ¿Crees que es suficiente? No. Qué importan los motivos. Fue una muerte misteriosa, dirán los diarios mañana. No, dentro de dos días, cuando comience a apestar mi cuerpo. Fui el hombre pos… ¿histórico?, ¿moderno?
Stop. Medium shot. Federico sentado en la cama. El cuarto se ve despejado. Fondo blanco. Sábanas arrugadas. Rec.
Estoy decidido. No tengo motivos. ¡Oh, oh! Qué aburrido morir así. Voy a poner música. Ya sé. Una muerte como le gustaría a Woody Allen. Con jazz. Louis Armstrong me parece perfecto. Qué delicia. Será lo último que escuche. Mi cara en el monitor ya no se ve triste.
Play Alligator Crawll un minuto. (La cabeza del tripié sigue floja.) La toma cae. La cámara recorre la cintura de Federico hacia los pies. No tocan el piso. Fundido en negros. Diez segundos.

mentas: vlatido@yahoo.com.mx

jueves, julio 14, 2005

La dama de las tijeras

La dama de las tijeras


—Mire usted que no he vendido nada, ando en la calle desde la mañana, ya son las seis de la tarde y no he sacado para mi comida.
—Ay, señora, no tengo dinero. Además yo para qué quiero ahorita una tijera, no me sirve.
—Ándele, no sea malo, mire que ya me quiero ir a mi casa, pero no he vendido nada.
—Señora, gracias, mejor otro día.
La mujer, vieja, algo jorobada, continúa su camino murmurando, quizá mentándome la madre porque no le he querido comprar una tijera. Sus chanclas gastadas protegen poco a sus pies agrietados, sucios, andados. Vuelve a dar otra vuelta al parque para caer en el mismo lugar, frente a mí, que fumo despreocupado un cigarro. Ya nada dice, solamente me ve con cierta tirria, de reojo, y ofrece especias a otro despistado.
—Mire, también traigo comino, clavo, para que le quede bien rica su comida.
—No.
—Cómpreme pues una tijera.
—No.
No le he querido comprar porque no necesito tijeras. No me corto el pelo, no llevo cursos de corte y confección, no me cuido la barba, en fin, no la necesito. Tampoco le quiero comprar especias porque, dirán mis amigas, no cocino ni huevos.
Su pelo es canoso, un poco largo, lacio; usa un vestido sucio, las mismas chanclas y esa bolsa de plástico que parece chistera de donde saca lo mismo tijeras que especias (antes vendía toki). Deambula por las calles de Tuxtla, por los parques; les baja la calentura a los enamorados e impacienta a los plantados. Pero ahí anda, la tía, con la convicción inquebrantable de vender tijeras y especias sin dejar de mentar la madre, quedito, a quien deja en el camino.
No se desanima.
Y hace bien. Porque de lo contrario habrá un día, en su cercana vejez, que llegará como siempre al parque y se encuentre a alguien, el que sea, sentado en una banca con la mirada puesta en la tarde.
—No sea malito, ya me quiero ir a mi casa, tengo hambre.
—No, gracias.
—Traigo clavo, orégano, comino, para que lleve a su casa, los va a ocupar.
—Señora, le he dicho que no.
—Mire usted esta tijera, está bien filosa.
—Sí, ya la vi, pero no la quiero.
Entonces su mirada triste se fijará en los ojos del cliente, empuñará con fuerza la tijera filosa, y se la meterá por el culo.


mentas: vlatido@yahoo.com.mx

miércoles, julio 06, 2005

Contaminado

Contaminado



Casi al mediodía los ladridos de los perros me despiertan. Perezosamente, sin disimular mi amodorramiento, me levanto al baño. Orino como si tuviera tres días de no hacerlo. Otra vez a la calle.
Llego a una de las plazas comerciales a comer algo rápido, por no decir barato. Pero ahí nada es barato y tampoco rápido. Pido unas gorditas y también una fanta. (Me asusta la coca, dicen que mata cucarachas y hasta puede funcionar como gasolina). Espero casi veinte minutos sentado cerca; escucho el murmullo de la modernidad que, a cuentagotas, alcanza a Tuxtla. Hace unos cuantos años no había fast food, tampoco varias salas cinematográficas, ni plazas comerciales como las de ahora. La gente llega a comer, a probar cualquier cosa mientras se entretiene mandando mensajes por el celular.
Camino sin garbo, atento a los vendedores de tarjetas de crédito que, cuidadosamente, saludan de mano al iniciar su chamba.
—No, gracias, tengo infinidad de tarjetas que ya no sé qué hacer con ellas. (Sí, son de presentación, de esas que dan algunos conocidos, inventándose títulos académicos e importantes cargos laborales).
Pregunto por relojes, también por navajas. No me sorprendo porque sólo lo hago para matar el tiempo. Después, en los videojuegos, compro una tarjeta y elijo un juego que no se vea tan difícil. Se trata de matar a unos patos que a intervalos desfilan por una suerte de aparador. Es fácil, pienso, pero confirmo que nunca serví para estas cosas.
Las señoras y sus hijas rondas las tiendas de ropa o zapatos. A veces entran juntas, otras prefieren separarse. Cada una tiene sus gustos. Tardan eternidades mirando, escogiendo, preguntando.
Sentado en una banca las observo mientras trato de encender un cigarro.
Entran en las tiendas de chácharas y escogen una pulsera, un anillo, lo que sea con tal de salir con las manos llenas —o por lo menos con algo— de una de sus tantas aventuras por las plazas.
Mis manos siguen vacías. Mi estómago, aunque comí, sigue retortijando; me peo gracias a la fanta.
Por la calle, caminando, pienso que todo Tuxtla se moderniza, se contamina. Es inevitable, estamos insertos en el mercado mundial y tenemos que hacer circular el capital (otra vez mis peroratas). Hay que comprar algo, gastar nuestra paga.
Y eso, digo, nos contamina. (Ya no pregunten por qué).
Pero así pienso cuando ando en la calle, solo. A pesar de que ese jipi de la Avenida Central diga que la pulsera que él vende es mejor y más barata que la que compré en la plaza.
Para qué negarlo, estoy contaminado.


Mentas: vlatido@yahoo.com.mx