Oficio de tinieblas

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sclc/vlátido

martes, diciembre 07, 2004

Noche sin luna

Noche sin luna

La intensa lluvia y los rayos hicieron que Tito corriera a casa y mirara, de reojo, el árbol en el que había pensado suicidarse. Oscurecía. Subió fatigado la pendiente hacia su hogar y pensó si su madre tendría ya la cena lista.

Llevaba en las manos la soga con la que todos los días lazaba al Moro, su caballo. Había salido a buscarlo desde el mediodía, después de una noche en que el animal no llegó al sitio, como acostumbraba.

Al salir se despidió de su madre. Ella se sentía orgullosa porque su hijo, de 20 años de edad, rumbo a la hombría, comenzaba a hacerse cargo de la casa. Pero su amor por Ariosto podía más.

En casa, empapado, Tito se recostó. Pensó en la cena y en la voz dulce de su madre llamándolo a la mesa, con el café, las tortillas recién hechas, huevos con carne y chile.

El estruendo de un rayo cercano lo levantó y caminó nervioso hacia el cuarto de su madre. Corrió la cortina y halló la habitación vacía; en las paredes sólo un leve aroma del perfume barato que ella acostumbraba a ponerse en esas fechas importantes, significativas. La llamó quedito, primero. No escuchó ni el ladrido de los perros. Levantó la voz, el olor del perfume se acentuó. Se sentó en la cama y vio, en el piso, debajo de una mesa, el sombrero de Ariosto.

Comprendió la ausencia del Moro.

Cogió la soga y se echó a correr al campo. Miraba, desorbitado, en cualquier dirección, con la esperanza de ver al Moro llevando a cuestas a su madre y a Ariosto. Aguzaba el oído pues siempre creyó reconocer el ruido de las herraduras del caballo al chocar con las piedras.

Sujetaba la soga con fuerza, listo para echarla al cuello del caballo. Todo fue inútil. Después de varios minutos, con paso cansino, agarró el camino rumbo a su árbol, el que había sembrado su padre exactamente el día en que se casó con su madre, el que había elegido para sellar su destino.

—Te dije, madre, que si un día te hacías mujer de ese pendejo, me iba a matar.

Dejó caer una punta de la soga y no cesó de caminar, escuchando los lamentos de la noche; la lluvia se volvió tediosa, el espectáculo de los rayos tampoco lo amedrentaban. Mientras, la soga serpenteaba detrás de él, siguiendo su ineludible camino.

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